Había una vez un mundo en el que todos éramos inmortales y bellos, y en el que los muertos eran ajenos. Lennon, Perón, Cortázar. Era como cuando se moría un abuelo.
Con el tiempo se empezaron a ir nuestros viejos, y con ellos zarparon Fontanarrosa, Luca, el Gordo Soriano.
En esos entonces, además, todo el mundo se moría ayer.
Y fue así como tuvimos que salir a buscar a los nuestros, a los que escribían para nosotros, a los que cantaban nuestras canciones, a los que jugaban a la pelota como nosotros nunca podríamos hacerlo. Eran tiempos en los que todo era papel, y poco llegaba a todas partes. Hasta que aparecía alguien como Juan, que te contaba los mejores cuentos, y que te traía las historias de otros tipos de otros lugares porque sabía que eso nos iba a hacer mejores a todos. Y que nos enseñaba a nadar de noche, y que ningún hombre es una isla. Un tipo que nos hizo esperar al viernes para perdernos en otros tiempos, en otros sabores, en otras músicas, en otros bordes. Porque eso es lo que aprendimos con él, que lo más jugoso está en las orillas, o pegado al hueso. Que el medio es siempre bobo, intrascendente. Un chabón que se reía con todo el cuerpo, que podía pasarse horas hablando de todo lo que es bello en este lugar. Juan fue ese primo mayor, el que nos grabó el primer cassette, el que nos prestó el primer libro «de grandes», el que nos llevó de la caja al vidrio.
Ahora, sabemos lo que pasa en directo, por streaming. Vivimos épocas salvajes, en las que no hay tiempo para esperar. Vivimos tiempos en los que viral es un calificativo que deja a todo lo demás en el margen. Y fue por ese margen, por esa orilla, por donde Juan se fue.
Dicen por ahí, y quiero creer que es cierto, que hay un lugar, en alguna parte del universo, reservado para los tipos que saben contar historias. Dicen, también, que los más respetados, en esos sitios, son los guasos que te cuentan el cuento de tal manera que no te queda otra que aceptar que esa historia es real, sobre todo si lo hacen con una copa (siempre una copa, nunca un vaso) de vino en una mano y un cigarrillo a medio fumar en la otra porque, por alguna razón, el tabaco se niega a consumirse hasta el final, esperando el remate, que llega con una carcajada hermosa, de esas que se ríen con toda la cara. Dicen, por fin, que en ese tugurio siempre es viernes a la noche, y que siempre toca Art Pepper. Chau, Juan Forn. Esperános, allí estaremos cuando nos toque. Mientras tanto, nos queda lo que nos dejaste para leer, que nunca será suficiente.
* Saúl es, además, autor de Dicen de Navarro, seleccionada por el programa Estímulo a las ediciones literarias cordobesas de la Legislatura provincial.