El primer semestre de la producción televisiva argentina parece cerrar habiendo conseguido su gran hito de la temporada: la miniserie que retrata la vida de Carlos Mozón. Como reza el afiche que publicitó el inicio del ciclo, el ídolo, el campeón, y el femicida.
Pasados los cuatro primero capítulos de la serie, el producto puede haber ganado y perdido espectadores a partir de su forma de entender la figura del ídolo en la cultura popular. Aquellos que siguieron vivando al «campeón», negando su costado más oscuro (que fue el que realmente determinó su vida) pueden haberse encontrado con un producto un tanto alejado de sus expectativas. Caso contrario, los que comprendieron los cambios de paradigma impresos en el devenir de los tiempos y que comenzaron a «relojear» el producto con cierto recelo, quizás se encuentren parados (sentados, acostados, en verdad) ante una grata sorpresa.
Pero no todo es blanco o negro, como la vida misma. La serie complejiza la mirada sobre la figura de Monzón, a partir de grandes actuaciones de Mauricio Paniagua y Jorge Román. Desde el minuto cero del guión, se saca la mochila del deber ser y esquiva los lugares comunes, tan presentes cuando se abordan personajes tan caros a la memoria popular de un país como la Argentina. No hay romantización cuando se muestra a Monzón desde los primeros días, en una infancia difícil plagada de negaciones y marginalidad; pero tampoco frivolidad cuando se retratan los momentos de su encumbramiento como un ídolo de masas, en tiempos en lo que eso era sinónimo de poder. Y, en cierto punto, de impunidad. Por momentos, hay crudeza. Y una actualidad que asusta.
Poner foco sobre el asesinato de Alicia Muniz, que sirve de hilo conductor para la trama central da cuenta del momento histórico. Sin dudas, el eje transversal es el femicidio y las formas de revisitar aquellos hechos en clave de presente. El rol que jugaron los diferentes actores del caso (abogados, periodistas, amigos, testigos, jueces) y el comportamiento social ante el acontecimiento que sacudió al país durante la última parte del verano 88/89 se descubre con el correr de los episodios de un modo tan didáctico como novedoso. Con un correcto uso del archivo y una aceitada superposición de historias y personajes.
La carrera deportiva del boxeador nacido en San Javier, provincia de Santa Fe, está narrada de modo concreto y eficaz, a partir de las historias conocidas por todos los adeptos a la disciplina. Allí aparecen los momentos icónicos de la trayectoria de Monzón con el exacto protagonismo de dos personajes claves en su vida profesional: su entrenador (que podríamos nombrar con el título de»formador») Amilcar Brusa y el impulsor central de su carrera, el inefable Tito Lectoure. Hay un acierto en la personificación de los protagonistas (Fabián Arenillas y Mariano Chiesa, respectivamente) pero también un gran respeto por el desarrollo de los acontecimientos que, con las licencias que la ficción permite, ayuda a la comprensión de aquellas personas que se han mantenido ajenas al universo que se intenta retratar.
En la vida privada de Monzón y en el mundo público que giró a su alrededor pueden encontrarse algunos de los puntos más interesantes de la miniserie. Precisamente porque en la vida del boxeador se explica cada uno de los movimientos que la marcaron. En su entorno signado por las negaciones de la infancia y en la idolatría absurda que todo fue permitiendo, soportando y apañando; abriendo camino a una vida de violencia, pero también de soberbia y excesos.
No hay concesiones ni tampoco, al menos por el momento, extremas displicencias. Todo está ahí, guardado en una memoria colectiva que se resignifica capítulo a capítulo.