Roberto Espina, el Quijote humanista

Roberto Espina, el Quijote humanista

Por Estefania Pozzo

Periodista El Cronista Comercial y Futurock.fm.

Esta semana falleció Roberto Espina en San Marcos Sierra, donde vivía. Tenía 91 años. Hace cuatro años pasé mucho tiempo escribiendo este perfil, que nunca publiqué. Ahora me parece una injusticia que quede olvidado. Buen viaje, Roberto. Fue maravilloso haberte conocido.


Roberto toca su barba blanca, desde el mentón hacia la punta, y dice:

– En un principio fue el caos. Claro, un adolescente se mueve en el caos.

Cuando habla detiene el tiempo. Es uno de los rasgos más marcados de su cadencia, como si tuviera los movimientos de su boca contados y solo dijera las palabras justas. Posa la mano en su pierna y queda como una esfinge a punto de lanzar el veredicto del oráculo. Su torso está al descubierto, no lleva remera. Su panza y su barba lo hacen parecer un Papá Noel estival, desabrigado.

Roberto Espina tiene hoy 87 años. Es actor, director, dramaturgo, titiritero y orfebre. Vive en la cima de un cerro en Río Ceballos, una ciudad a poco más de 30 kilómetros de Córdoba capital. Cuando se instaló allí, Espina dejó la costumbre de la huida constante. Esto fue hace más de 15 años.

– Vengo aquí definitivamente después de que se murió Alejandra, la madre de Tomás. Eso fue en los ´90.

– O sea que tu estadía más larga de las últimas décadas de tu vida es acá, en la punta del cerro.

– En un lugar, sí. En la punta del cerro. Y… –hace una pausa corta y asiente la siguiente frase con la cabeza– todavía no vino ningún golpe, por eso no hay que escapar.

Espina se exilió del Chile de Pinochet, de la Argentina de la triple A y de la posterior dictadura militar que instauró la cúpula Videla-Massera-Agosti en 1976. Años más tarde la tensión en Mozambique lo obligó a dejar también ese país africano. Así, por momentos milimétricos, fue birlándole años a la muerte.

Ahora es un señor que escribe poemas y reflexiona sobre el mundo. Su casa es un puñado de construcciones esparcidas en un terreno desigual y peligroso para alguien de su edad, pero ayudado por un bastón hecho de alguna madera encontrada en su patio, va de un lugar a otro escabulléndose de la gente –su casa es una especie de receptora constante de personas que llegan de visita–. Huye como una forma de exilio interno ante el bullicio que entorpece la quietud serrana en la que vive. Y también porque está acostumbrado a hacerlo.

Río Ceballos no es una ciudad cualquiera. Está ubicada en las sierras chicas, a 30 kilómetros de Córdoba capital, y el crecimiento de su población en los últimos 10 años (de poco más de 16.000 habitantes en 2001, a casi 20.000 en 2010) la convirtió en una de las llamadas “ciudades dormitorio” de mayor explosión poblacional de la provincia. Río Ceballos -y también Unquillo, el pueblo del lado- está plagada de artistas, artesanos, músicos y académicos que buscan en las sierras una tranquilidad que el asfalto cordobés no tiene. Mirando a la ciudad desde arriba, desde un cerro, Espina pasa sus días leyendo y escribiendo.

La manera en que las personas se cruzan con Espina es siempre a través de alguien cercano a la familia. Es como esos consumos de culto que están vedados a las mayorías y que pertenecen a ciertos circuitos pequeños de personas. Por eso, cada vez que alguien ve a Espina, es en un contexto familiar.

– Yo creo que él, de alguna forma, no sé si consciente o inconscientemente, se ha ocupado de evitar que su imagen se convierta en mercancía, porque la imagen debe tener valor para el que sabe ver. Él no busca ser reconocido, busca que lo encuentren– dice Marcos Britos, uno de los biógrafos de la experiencia teatral Fray Mocho, el puntapié inicial de la vida actoral de Espina


Es un domingo de febrero de 2013. Salimos de Córdoba hacia Río Ceballos y al auto lo maneja Menta Sáez, música, actriz y clown cordobesa. Además de nosotras, en el asiento trasero va Sara, hija de Menta y nieta de Roberto Espina. La de ellos es una familia amalgamada casi completamente por el arte: Tomás, padre de Sara y tercer hijo de Roberto -el único con el que mantuvo una relación estable a lo largo de los años-, es un reconocido artista plástico argentino. Menta, a su vez, es hija de Galia Kohan, una de las figuras emblemáticas de la Comedia Cordobesa, un elenco provincial estable creado en 1959.

Para llegar a la casa de Roberto hay que ser casi Alí Babá. La puerta solo se abre si el que busca conoce la fórmula. Un cartel pintado a mano en una calle angosta, entonces, se vuelve un indicio. “Calle Rubén Darío”. Una huella que se sospecha anárquica, puesta a voluntad de Espina como homenaje a su poeta preferido.

El auto avanza por esa calle angosta y de tierra y al fondo aparece una casa roja con un pequeño jardín de cactus al frente, que completa un cuadro mexicano en la cima de un cerro cordobés. El día está nublado pero la temperatura es amable todavía a pesar de ser verano.

Cuando Menta apaga el motor del auto aparece Roberto desde el fondo de la casa, vestido con un ambo de médico color verde petróleo. Es un hombre enorme y su cuerpo sigue vigoroso a pesar de los años.

– ¿Por qué estás vestido como médico?, le pregunto.

– Porque es la única manera de vivir. Este mundo está enfermo, responde.

– ¿Encontraste la cura?

– No, todavía estoy diagnosticando.


Roberto nació en Buenos Aires en 1926. Su familia era una mezcla de criollos que venían de Entre Ríos e italianos llegados en la primera gran inmigración europea de finales del siglo XIX. Sus abuelos paternos vivían en el barrio porteño de Villa del Parque, en una casa chorizo llena de plantas cuidadas por una abuela viuda que nunca hablaba.

«Mi padre era radical, venía de familia de radicales. Mis abuelos habían sido los fundadores del partido y, posiblemente por sus vínculos políticos, mi padre tenía un empleo en el Correo Central. En ese tiempo yo recuerdo que los trabajadores se dividían entre los que tenían corbata y los que andaban de mameluco. Aunque ganaran menos, la corbata daba más prestigio. Mi padre era un hombre muy atildado, siempre elegante, muy bien vestido, bien peinado. Y muy adicto al juego (al que sea), y metido en política. La política era una pasión similar a la del juego, que era muy de los hombres de ese tiempo yo creo, ¿no? El juego… Eso nos tuvo siempre en baile de depender de la desventura de un padre Esa fue la razón por la que yo… me fui de casa a los 14 años, 13 años… Y empecé a practicar oficios.»

– ¿Y a dónde te fuiste?

– Alquilé una pieza en la calle Uruguay en Buenos Aires, un cuarto. Me fui a vivir ahí. A los 20 eso se terminó. Tuve que hacer el servicio militar.

Cada año, una generación de varones jóvenes se agolpaba alrededor de una radio que anunciaba, mediante un sorteo, quiénes debían recibir instrucción militar obligatoria. A Espina le tocó la Marina, el peor destino: en lugar de un año, como en el Ejército, en la Marina el servicio militar duraba dos.

Su poca afección a las autoridades y a la sumisión silenciosa le valieron encierros en los calabozos del barco. Allí conoció a Chilo Pugliese, un amigo con el que durante las horas muertas de castigo inventaban historias que también actuaban, frente a la mirada atónita de guardias que creían que estaban chiflados y que habían perdido la cabeza por el encierro zigzagueante del mar.

Después de haber sido desertor en Sudáfrica y aprender allí el oficio de orfebrería, Roberto Espina vuelve a Buenos Aires cerca de 1950. Tratar de pescarle el rastro paso a paso es difícil: es un hombre que apenas hace relatos generales. Lo que él quiere es leer poesía:

-¡Te tengo una para vos! –le dice a Menta, que está escuchando la conversación– ¿Te acordás que te hablé del Alzheimer?… A este se lo hice al doctor Miguel Peña, mi cardiólogo.

CARDIOLOPATÍA

Qué te mueve, corazón, qué te mueve

Qué te mueve a hacer, o dejar de hacer

A hacer o no hacer, lo que haces o no haces

Qué te mueve corazón,

Cuál es tu razón de ser de lo que haces o no haces,

Qué te mueve, corazón, qué te mueve

Qué te vale la pena

La pena o la felicidad de lo que haces

Dime, corazón, te ruego, necesito saber por qué te mueves

– ¿Y descubriste la respuesta?, pregunto.

– Qué me mueve, eso quisiera saber. Qué me mueve.

– ¿No pudiste descubrirlo?, insisto.

– Que se yo. Una condena. Porque te duelen las cosas. Le estaba por escribir al médico algo así sobre el dolor. Doctor, me duele. Me pregunta qué me duele. Me duele todo, doctor. Me duele todo. Usted dice que analgésicos. Bueno, tal vez los analgésicos. Pero, ¿sabe qué? Hay gente que va a los festivales. Hay muchos festivales, doctor.


Roberto Espina

– ¿Roberto, por qué te fuiste del Fray Mocho?

– Porque llegó el partido comunista. Va, no llegó el partido comunista, llegó el zar de Rusia. Es mentira que hubo comunismo en Rusia: al comunismo lo asesinaron y quedó el zar. Entonces esa monarquía generaba líneas de acción a todos los partidos comunistas latinoamericanos. Todo venía desde arriba: lo que tenías que hacer, la línea de trabajo… Empezamos a cambiar cosas y yo, como no me afilié al partido, quedaba un poco marginado y decidí irme.

El mítico grupo de teatro Fray Mocho era dirigido por Oscar Ferrigno, que en 1948 viajó a Francia para perfeccionar su formación en artes escénicas. Su destino fue París. Al llegar allí el mundo hervía: los jóvenes, después de casi 15 años de desazón, angustia y exterminio, depuraban la opresión nazi con una efervescencia álgida. La caída del régimen y la culminación de la guerra más sangrienta de la historia habían liberado una olla a presión que puso a la creación como único horizonte.

En Francia, Ferrigno se cruzó con toda una escuela teatral del despojo. Se hizo amigo de Marcel Marceau y muy afecto a la idea del teatro nacional y popular, ese que representaba lo que le pasaba a la gente y que se podía montar con algunas pocas cosas, porque lo importante para ellos era lo que esas representaciones movilizaban en los espectadores. Para eso, aseguraban estos franceses, no era necesario una puesta en escena demasiado compleja. Lo importante era poder itinerar.

Cuando volvió a la Argentina, Ferrigno recaló en el Teatro La Máscara, uno de los más importantes del circuito “independiente” de la Buenos Aires de 1950. Allí propuso una idea innovadora: había que armar una escuela de formación actoral en la que debían participar también los directores del teatro. Su impertinencia causó un gran revuelo y, para 1951, Ferrigno y algunos otros dejaron La Máscara y armaron un nuevo teatro, que llamaron Fray Mocho.

Sin saberlo estaban creando, además de un tipo de teatro popular itinerante, un mito. El 1 de junio de 1951, el Fray Mocho abrió su sede en la calle Posadas al 1059, una casona refinada de Recoleta que años más tarde fue derrumbada para realizar el trazado de la Av. 9 de Julio.

Los miembros del teatro tenían jornadas intensas de formación, que empezaban alrededor de las seis de la tarde y se extendían hasta las 12 de la noche o las primeras horas de la madrugada. Dedicaban mucho tiempo a la expresión corporal, el baile, el canto y también a la lectura rigurosa de los autores que querían poner en escena.

– Oscar Ferrigno era un tipo muy riguroso, con mucha disciplina. Tenía una formación muy estricta, con un padre con un trato hacia él muy severo. A la cuestión de la disciplina en la formación del actor la adquirió en Francia y también en el Conservatorio Nacional… Fray Mocho capaz trabajaba todo un año antes de estrenar una obra-, cuenta Marcos Britos, autor del libro “Todo lo hermoso es posible”, en el que recopila la historia de los 12 años que duró el Fray Mocho.

En 1954, tras dos intensos años de preparación, el grupo se lanzó a la ruta. En la Argentina de esos años, había menos de 100.000 kilómetros de caminos pavimentados del total de 600.000 kms de rutas nacionales proyectadas. La televisión, que recién en 1951 había emitido su primera transmisión en el país, tenía una programación limitada y no cubría todo el territorio nacional, amén de que muy pocas casas tenían el aparato. Las noticias solo circulaban en la radio y en los diarios. Además del cine, el teatro era el único contacto que podían tener las personas con la ficción representada, y en algunos pueblos pequeños ni siquiera había sala.

Ese año, desde enero a noviembre, los 15 integrantes del Fray Mocho recorrieron 18.000 kilómetros entre Argentina y Chile, lo que equivale a hacer tres veces y media el trayecto desde Ushuaia a la Quiaca. “Salvo cuatro o cinco provincias, recorrieron prácticamente todo el país. Y además bastante de Chile, desde un pequeño pueblito a la altura de Bariloche hasta Santiago”, cuenta Marcos Britos.

El repertorio de obras que representaban iban desde clásicos como “Los habladores”, de Cervantes, o “Los disfrazados”, de Carlos Pacheco, a obras más experimentales o novedosas, como el nöh japonés “Los pinos cantan” y una corta pero explosiva obra de León Chancerel llamada “La gota de miel”.

Las notas periodísticas sobre el Fray Mocho, recopiladas en el libro de Estela Obarrio “Teatro Fray Mocho 1950-1962: Historia de una quimera emprendida”, revelan la admiración con que eran recibidas sus representaciones en todos los pueblos y ciudades que visitaban. Como ejemplo de lo que en general aparecía en las publicaciones, “El Liberal” de Balcarce, publicó una reseña el 17 de febrero de 1954 que decía: “Los jóvenes y disciplinados componentes nos brindaron un teatro distinto al que hasta ahora había llegado a nuestro medio… Apuntemos que llamó poderosamente la atención ese trabajo en un escenario simple, reducido y sin los accesorios corrientes. Es claro que debemos hallar la explicación en esos notables valores humanos, que se bastan para reemplazarlo y superarlo todo”.

Los valores humanistas eran centrales para el Fray Mocho. El idealismo era uno de sus principales motores. Tanto, que el manifiesto que escribieron como agrupación, en una de sus frases más contundentes, expresa que “todo lo hermoso es posible”.

Hacia fines de 1954, a casi un año de empezar la gira, Espina comunicó que cuando terminara y llegaran a Buenos Aires dejaría el grupo.

Espina es un tipo con una personalidad avasallante. Y, además, con una sensibilidad muy propia, muy difícil de encontrar. Tiene una calidad de elaboración teórica que le daba algo especial al Fray Mocho, no había otro como él en el grupo. Era fundamental-, asegura Britos.

Con la salida de Espina del Fray Mocho, y también la de Chilo Pugliese -el amigo con el que Roberto había compartido horas de encierro en el calabozo del barco mientras hacían el servicio militar, y que luego arrastró al grupo de teatro-, el resto de los integrantes siguieron adelante con el proyecto y llegaron a tener varios elencos, que trabajaban de manera simultánea.

-¿Qué hiciste después de dejar el Fray Mocho?

– Me puse una escuela de teatro en Parque Patricios, en el club Huracán. Allí me quedé 3 años. Armamos una compañía, “Los comediantes de la ruta” y nos fuimos de gira otro año entero por el país. Después de eso me contrataron en Tucumán, y allí escribí mi primera obra de teatro: “Zorrerías”.

A esta altura de la entrevista, Roberto vuelve a disiparse. Retoma los relatos generales y tira apenas algunos títulos: “En el año 60 me fui a Chile”, “en esa época trabajé por Allende”, “vuelvo a Chile en el 69 y me quedo cuatro años”. No es falta de memoria -porque podría ser un heredero natural de Funes, el memorioso-, sino más bien fatiga de hablar de lo que no le interesa. Lo que sí queda claro es que los años que siguen hacia adelante estuvieron marcados por el nomadismo. Panamá, México, Mozambique. Esta vez, a diferencia de sus años de juventud, Roberto viaja con su familia: Alejandra, su pareja, Tomás, su tercer hijo, y Juan Antonio Chicoria, hijo del primer matrimonio de Alejandra.


Roberto Espina

“Nací en Buenos Aires en 1975, soy hijo de madre chilena y padre argentino. Por el exilio nos fuimos a vivir a México, después África (Mozambique), finalmente mi madre pudo reingresar a Chile y falleció en 1989. A los 15 años me vine a vivir a Argentina. Primero a Unquillo, Córdoba, donde nació mi hija. En 1997 me fui a vivir a Buenos Aires, para estudiar arte”, dice la biografía de Tomás Espina en boladenieve.org, un sitio que recopila la obra de 1114 artistas elegidos por otros artistas.

El departamento de Tomás está ubicado en San Telmo, a media cuadra del Parque Lezama en la Ciudad de Buenos Aires. Tiene pisos de pinotea que hacen un leve crujido al pisarlos, y en el living hay unos amplios ventanales que dan a un patio de un hotel repleto de plantas.

La conversación se sucede tranquila en la cocina, con la radio de fondo en la que se escucha al reciente ministro de Economía, Axel Kicillof.

“En toda mi infancia, en toda mi crianza, yo no recuerdo que Roberto me haya hablado de mis abuelos. Nunca. Hasta hace poco. Obviamente no los conocí. Toda la vida de mi viejo a mi se me presentaba como una especie de leyenda, de mito. Nunca se saben si son datos reales o no, o si eran inventados por los amigos. Y creo inclusive que a mi viejo su familia lo dio por muerto en la época de la dictadura militar. Se enteraron que estaba vivo porque Roberto, cuando vino la democracia y volvió a la Argentina, filmó un par de capítulos de un programa de televisión. Hacía un personaje de titiritero. Lo que cuentan es que lo vieron en la tele y no lo podían creer. No se si es verdad o no”.

Roberto, además de Tomás, tiene otros dos hijos: Claudia y Flavio, ambos producto de relaciones con compañeras de elencos, a las que terminó abandonando porque para él la idea de familia es una imposición capitalista. Su libertad está ante todo. Sin embargo, en un momento el viajero errante ancló: conoció a una chilena 20 años menor que él, hija de un director de teatro que lo había recibido en el país trasandino la primera vez que había estado allí, y se enamoró. De esa relación nació Tomás, el tercer hijo del dramaturgo. Y el único del que no se pudo despegar nunca.

Después del golpe de estado en el que derrocaron a Salvador Allende, Espina volvió a la Argentina junto a Alejandra, su mujer, y se instalan en la Patagonia. Los tiempos álgidos corrían parejo en todos los países latinoamericanos. De nuevo, inevitablemente, la política marca la vida de Espina: un día, mientras trabajaba dando clases en la Universidad Nacional del Comahue, lo llama el rector y le dice:

– Espina, va a tener que irse. A mí no me gusta trabajar con cadáveres.

Era 1975. Estaba en la mira de la triple A. Alejandra estaba embarazada y había que tomar una decisión: era imposible quedarse en el país con una sentencia de muerte pesando en las espaldas. Luego del nacimiento de Tomás en Buenos Aires, a Roberto lo contratan en Panamá para dar cursos a docentes de teatro, y de allí junto a su mujer y los dos niños parten hacia México, en donde se dedica a la recuperación de adictos desde el psicodrama. Después de tres años en México, y por intermedio de la familia –diplomática– chilena de Alejandra, los envían en una misión de la FAO (Food and Agriculture Organization, dependiente de Naciones Unidas) a pasar un tiempo en Mozambique.

«Estuve tres años organizando una comunidad para que pudiera comer: organicé a la gente para producir criaderos de chanchos, de patos, de conejos, huertas que producían arroz, papa, maíz. Comedores colectivos, guarderías para los niños. En fin, toda una tarea fascinante, hasta que vino la guerra e hizo mierda todo, lo quemaron, prendieron fuego… hubo que irse. Y bueno.»

El conflicto en Mozambique los terminó expulsando, y decidieron volver a América latina. Eran los ‘80- En Chile explotaba la New Age. Roberto y Alejandra empezaron a transitar caminos diferentes. Él viajaba a la Argentina a reunirse con su pasado y ella estudiaba astrología y participaba de rituales y encuentros esotéricos. No se separaron, pero la relación se hizo cada vez más distante. En 1989, luego de haber contraído malaria, Alejandra falleció en Italia.

Mientras estaba con vida, Alejandra fue la encargada de rastrear a los anteriores hijos de Roberto. “Ella quería juntar a la familia”, cuenta Tomás. Luego de su fallecimiento, fue Tomás quien heredó ese rol:

«Para mi la familia es súper importante. Contrario a lo que decía mi viejo, que siempre me quiso inculcar que la familia es una peste. Para él, la familia es sinónimo de católico apostólico romano, de capitalismo. Piensa que la familia no sirve, que la familia hace mal. ¿Sabés lo que me costó a mi darme cuenta de que no? Recién ahora estoy acomodando el surco para hacer mi propia historia.»

La relación entre Tomás y Roberto es simbiótica. El parecido físico entre ellos impresiona. Los dos son hombres altos, fornidos, y que marcan una presencia muy fuerte en cualquier lugar en el que estén. La cercanía entre ambos terminó de sellarse luego de la muerte de Alejandra.

En 1989, Tomás vivía en Chile y Roberto pasaba largos períodos en Argentina. Cuando quedaron solos, se establecieron un tiempo en Chile hasta que Tomás decidió que quería ser artista y entonces Roberto mencionó que había cenado con Carlos Alonso -uno de los artistas plásticos más importantes de la Argentina- y éste le había dicho que recibiría a Tomás en su taller de Unquillo. Apenas Roberto le contó esto, Tomás armó un pequeño bolso y se instaló en el pueblo cordobés. Y detrás de él fue su padre. Alonso no cumplió con su palabra, pero Tomás se quedó en Unquillo y decidió que buscaría la forma de concretar su deseo. A partir de esa estadía en Unquillo, Roberto y él se hicieron inseparables. Tomás cuenta que durante muchísimos años hubo un pacto implícito entre ellos, que un día de mucha furia rompieron, y que eso fue una liberación para los dos.

Casi al final de la charla, Tomás saca fotos de cuando Roberto era joven. Se lo ve sentado en un escenario y vestido con una ropa muy sencilla. Es la herencia del Fray Mocho aún en su carrera individual como actor. Luego trae otro objeto: la máscara que Roberto usaba en sus presentaciones. Está hecha de papel maché, pintada de blanca y negra. Es casi una réplica de la máscara que usa el personaje principal del mítico cómic V de Vendetta, que es, a su vez, una remake de la cara de Guy Fawkes, un revolucionario inglés que quiso volar el parlamento y asesinar a la familia real en 1605. Pero las asociaciones no terminan allí: el comic de Alan Moore terminó en Hollywood y, luego del estreno de esa película, la máscara fue tomada por Anonymous, uno de los símbolos antisistema del mundo hiperconectado. Es imposible no comentarle esta referencia.

“Para mi Roberto es un viejo brujo”, responde Tomás.


Toda la obra de Roberto Espina está articulada en función de una idea central: la búsqueda de la Edad Dorada, ese lugar mítico en donde la justicia y la equidad es posible. En cada una de sus obras los personajes están obsesionados por la construcción de ese mundo ideal, aunque siempre queda en el terreno de la fantasía debido a la crueldad arrasadora de la realidad. Lo mismo que le sucede al Quijote, el personaje de Cervantes.

“El sueño ese del paraíso no puede ser solo un sueño. Debe ser algo que al hombre le ha ocurrido y lo lleva en la memoria genética. Eso mueve al ser humano a la búsqueda de esa sociedad superior. Hay un lei motiv en todo lo que yo voy escribiendo. Hay una constante”, dice Roberto.

En “La república del Caballo Muerto”, una de sus obras fundamentales, Roberto asegura que pueden encontrarse los tres pilares fundamentales de toda su obra: el debate sobre la propiedad, el ‘vos sos’ o la represión social,y el rechazo de la competencia. “Son tres temas cruciales que tiene que resolver el hombre”, asegura.

– O sea que vos sos heredero de las revoluciones

– Claro, ¿te das cuenta?

En 2012, todas las obras de teatro de Roberto fueron reeditadas por Juancito y María ediciones en un tomo que llamaron “Obras incompletas”. Incompletas, porque quedaron afuera varias obras inéditas y toda la colección de poemas que está escribiendo en estos últimos años.

“Roberto ha sabido mirar los clásicos y nutrirse de ellos: la estructura dramática de sus obras, el uso de la rima y los arquetipos, son el material con el que Espina ha armado sus propias obras. Él marca la utopía hacia dónde vamos, eso que está lejos pero nos moviliza”, dice Mónica Nazar, titiritera y una de las dos “almas” del Teatro La Chacarita, de Córdoba, el último en el que Roberto Espina dirigió una de sus obras, con Galia Kohan y Héctor Grillo como protagonistas.

“El payaso y el pan” es la obra de que resume la lectura que Espina hace del mundo. Luego de una breve presentación, introduce a los dos personajes: el payaso Fenelón -por el filósofo presocrático- y William Fox and Foster -simulando una empresa multinacional-. Ambas historias parodian situaciones en las que el capitalismo es el blanco de las críticas: en el caso del payaso, porque logra salvar al mundo comiéndose un monstruo que devoraba todo; y, en el de William Fox and Foster, porque pierde la capacidad de oler el aroma de los cerezos que le permite volver a su país. Lo que queda en la mira de Espina es cómo el capitalismo destruye el ideal humanista, que es la convivencia pacífica de los seres humanos en la tierra.


EPÍLOGO

Es la hora de la siesta y Roberto ya se cansó de hablar. Está sentado en una de las tres edificaciones que componen su casa. La habitación es circular, las paredes están pintadas de azul y hay una escultura de una sirena de más de un metro de altura. Es como estar en un mar, pero de cemento. Decide ir a ver al resto de la gente, que se quedó haciendo sobremesa después del asado. Allí están Tomás -su hijo-, Natalia -su actual nuera-, Sara -su nieta- y Menta -la madre de Sara y ex mujer de Tomás-.

En una mesa ubicada debajo de un techo de cañas, la familia charla animadamente. Tomás y Sara miran fotos en Facebook mientras Menta le hace masajes a Nati, que tiene la espalda dolorida. Roberto mira la escena y desaparece. De una ventana cuelga un racimo de bananas y un cartel que funciona como aviso: “Sea breve”.

Al rato se vuelve a escuchar la voz de Roberto. Sara se levanta y se sienta en una silla al lado de una hamaca paraguaya, en la que el viejo se tiró a dormir la siesta. Es una postal de una entrañable ternura.

Días después de ese encuentro, suena el teléfono en mi casa. Es Roberto:

Estuve pensando que podés hablar con Víctor Laplace. Y también con el Tata Cedrón. Vos me dijiste que tenías que hablar con gente que me conocía.

– Gracias, Roberto. Voy a intentar contactarlos ¿Viste lo de Chávez?

Si. Estoy hecho mierda. Este señor, este caballero, hizo muchas cosas. Es muy triste todo- se queda callado. Yo lo imagino viendo la transmisión de las exequias de Chávez y escribiéndole poesías interminables.

Ese intercambio me hizo acordar de la primera vez que lo visité en su casa, hace 7 años. Roberto me había pedido que tipee un manuscrito suyo. Hacía un frío tremendo y apenas me abrió la puerta de su casa me esperaba con una merienda enorme, como si fuera la última comida en el mundo. Mientras hablábamos, trajo una carpeta con poesías de su época en Chile y me las dio para que lea. Entretenida en esos especie de fanzines arcaicos, no noté que había dejado la cocina. Se hacía tarde y tenía que volver a Córdoba, así que recorrí la casa y lo vi sentado al frente de la cama, mirando la televisión. Cuando notó que yo estaba parada detrás de él, me dijo:

«¿Viste Telesur? Es el único canal que se puede ver por estos días. El programa que más me gusta es el del tipo este que es el maestro de Hugo Chávez, el que tiene el parche en el ojo ¡Ese sí que sabe qué pasa en el mundo!»

El día que se murió Chávez pensé automáticamente en él. En cómo la vida de Roberto estuvo siempre marcada por la política, por la historia. En cómo valora lo que él llama la fuerza crística y mesiánica de los hombres que hacen algo por el mundo. Esos hombres que son Quijotes, que dependiendo de quién los mire son simplemente locos contra molinos de viento, o grandes caballeros que hacen algo por el mundo. Roberto no mira sino a través del realismo mágico. “Es un viejo brujo”, me dijo Tomás un día.


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