Va a ser raro el próximo 5 de febrero cuando Belgrano viaje a Buenos Aires a enfrentar a San Lorenzo de Almagro. Es que en el arco visitante no estará el tipo de pelo largo, de gestos exagerados, el que se mueve como un loco en área chica. En el arco de Belgrano no estará su más grande icono moderno: Juan Carlos Olave.
Siendo pibe llegó al club Las Palmas de la mano de su abuelo “el tanque” Griguol. Por aquella época, Juanca jugaba de volante derecho, después lateral, hasta que alguien sugirió que vaya al arco. Vale aclarar que el sueño del pibe era jugar en Belgrano de Córdoba.
A los 19 años, luego de probarse en Estudiantes y Gimnasia de La Plata, recibió el llamado del club de sus amores. Los primeros pasos fueron difíciles estuvo a préstamo en varios clubes llegando a formar parte de Instituto, el Bolivar de Bolivia y volviendo a atajar en la liga cordobesa para Las palmas. El pibe no se rindió, aunque se le cruzó por la cabeza dejar el fútbol, en 2001 debutó con 22 años en Belgrano en la victoria 1-3 frente a Boca, nada más y nada menos que en La Bombonera.
A partir de ahí la historia la conocemos todos. El buzo con la cara de su primo Rodrigo Bueno, su buen paso por Gimnasia de La Plata -de la mano de Carlos Ramaciotti-, su paso en falso por el Real Murcia español y un fugaz paso por River, para volver a Belgrano y transformarse en un ídolo definitivo.
En 2011 Belgrano se jugaba la oportunidad de ascender a primera división del fútbol argentino. En Córdoba se vivió como una épica batalla, en la cual no sólo había condimentos fútbolisticos, sino que en muchos casos se respiraba esa cosa de “unitarios vs. federales”. Uno de los clubes más importantes del continente se enfrentaba a Belgrano y en el partido de vuelta a 20 minutos del final, Olave le puso las manos a un penal ejecutado por Mariano pavone que le aseguró a Belgrano su pase a primera.
Juan Carlos Olave, guerrero de mil batallas, a veces desmedido en sus gestos, siempre se deja llevar por las mil pulsaciones de los partidos, pero desde el arco pirata supo comandar ese barco hasta llevarlos a jugar su primer partido fuera del país por la Copa Sudamericana. Amado y odiado por igual, su retiro se sentirá porque el arquero pelilargo se convirtió en un ícono de la Córdoba moderna. Los que lo criticaban dentro de la cancha, no dejaban de resaltar su labor fuera de ella trabajando para borrar las barreras a niños con discapacidad, cuestión que le tocó particularmente con su hija Arantxa.
Adiós al pibe que quería jugar al menos un partido en Belgano y se convirtió en el que más veces defendió el color celeste. Adiós al arquero calentón y verborrágico, el de las voladas espectaculares y la puteada a flor de piel. Adiós al último ícono del fútbol cordobés.