De la industria musical en tiempos de pandemia y otros acertijos

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La música -y toda actividad cultural que contempla encuentro presencial- se bajó responsablemente de las tablas hace casi 80 días.

Por

Carlos Sidoni

Gestor cultural y comunicador
especializado en la industria de la música.

Director de Estudio Inga

* Publicado en la edición impresa de La Nueva Mañana del 05 de junio de 2020

Un escenario vacío
Un libro muerto de pena
Un dibujo destruido
Y la caridad ajena

¿Qué aprendimos les trabajadores culturales en cuarentena? ¿Qué insumos intelectuales y creativos generamos para el futuro productivo de las actividades escénicas, como la música en vivo? ¿Cómo leeremos las políticas culturales de hoy cuando miremos por el retrovisor de la Nueva Normalidad? Al margen del dramatismo inicial que dispara en nuestro imaginario la obra maestra “Cuando ya me empiece a quedar solo” de Charly García, podríamos preguntarnos si solo una estrofa no funciona como descripción de la industria musical argentina, mi oficio hace más de 16 años, en tiempos de Pandemia Covid-19. Busco disparar la reflexión y la proyección y no deseo convertir estas líneas en un lloratorio (definición que acuñé en los primeros días de conversatorios profesionales -obviamente por Zoom– que auguraban extensos racontos de dramas comerciales tras la brutal frenada). Veamos.

El escenario vacío está a la vista de la comunidad. La música -y toda actividad cultural que contempla encuentro presencial- se bajó responsablemente de las tablas hace casi 80 días. El libro muerto de pena podría aludir al ejercicio contable de salas de conciertos, empresas productoras, agentes de prensa, artistas cuya actividad se dimensiona como micro o mediana empresa, o quizás a las editoriales musicales cuyas obras no pueden ser registradas por culpa de un sistema de protección de derecho de autor que aún se cose en libracos de la Biblioteca Nacional. Así, el dibujo destruido describe la planificación laboral anual derretida de un día para el otro de cientos de miles de trabajadores de la cultura. Y como el escenario callado, la caridad ajena quizás también tenga asidero real: el arte se desvela hurgando en redes sociales por la participación física que ya no tiene, rogando que la estadística y el algoritmo le brinde el feedback atencional o micro-financiero que le permita sostener su continuidad. Gran parte de les artistas lo hacen con nobleza y vocación. Pero aquí la idea es analizar el entramado productivo. Es en esa lectura adonde reflexionar a qué volveremos les trabajadores culturales cuando la nueva normalidad sea nuestro protocolo rector y no una filmina más.

Como toda actividad cultural, la música es un hecho social, sea en su realización integral o en la búsqueda de un interlocutor al que interpelar. En la tecnología encontró un aliado amplificador. Esos canales son atravesados por derechos centenarios (de autor, de imagen) y explotaciones comerciales (fonográficas, visuales) que lejos de ser abordadas con responsabilidad, son encaradas a ciegas por el beneficio de la supuesta visibilización. Pero el confinamiento forzó una autorreflexión que explotó en la cara de la cadena de valor: la música es una industria relevante que genera cuantiosos ingresos, que involucra múltiples actores precarizados económica y fiscalmente, que posee instituciones de representación colectiva funcionales pero vetustas, y que ante una crisis global sanitaria es asignada como task force emocional que vela por la psiquis de la sociedad, gratis y a costo propio. Toda una letra chica sobre la minimización del rol productivo de les trabajadores culturales.

Mientras globalmente emergen crisis de las identidades globalizadas y se destartalan los sueños americanos, en nuestro país se producen pequeños estallidos conceptuales al interior de la industria musical. Tras una era dorada de la producción autogestiva a diversa escala (artistas “independientes” despegando a nivel mundial, festivales de centros culturales que saltan a estadios y escenas musicales regionales con impacto nacional, todas a caballo de las redes sociales y las tiendas digitales) el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio posó el Par Mil sobre el traje del emperador (desnudo). A la par de una inédita disciplina social local, la música se desenchufó del vivo de toque y buscó rápido asilo digital. Pero la tierra prometida de usuarios freemium ávidos de interacción se vio rápidamente colapsada de contenidos no siempre de buena calidad técnica. Luchando con un servicio de Internet de bajísima calidad el retorno económico es poco o nulo. Todo regido por contratos de términos y condiciones que nadie nunca leyó. Por su parte, la política cultural nacional, aún grogui de la paliza de una gestión saliente inolvidable por el grado de degradación que dejó, se vio aturdida por un sector variopinto poco organizado pero ruidoso en sus exigencias y desplegó una batería de acciones más en sintonía con las políticas sociales de contención que con un proyecto de discusión y renovación del enfoque sobre las fuerzas productivas culturales frenadas. Y llegó la gota que rebasó al menos un vaso: el atrasadísimo y a destiempo anuncio de cobro del derecho de autor generado por el streaming. La sociedad civil a cargo de la recolección (Sadaic), ente público no estatal, produjo su propio desfile y dio pie al grito masivo: “Va desnudo!”. ¿De qué? de la discusión abierta sobre el sistema de recaudación, del know how sobre entorno digital, del espacio para el debate a mediano y largo plazo siendo el organismo de mayor recaudación de un derecho en la música.

Pero la desnudez fue generalizada. La notoria falta de formación sobre el ecosistema comercial de la música, sus roles en danza, sus leyes y derechos, sus burocracias, sus antecedentes políticos y simbólicos y la falta de participación en los debates por parte de les profesionales artísticos y de gestión originaron una marea de confusas declaraciones a la altura de una fake news. Con los protocolos de reactivación ya circulando, sin público o con capacidad limitada, ¿cuál será el nuevo paradigma profesional que les integrantes de la industria musical legaremos a los futuros gestores culturales del sector? ¿Qué lugar tendrá en la formación profesional el supuesto tedio de las normas y el lenguaje encriptado de la programación tecnológica? Por el momento, sólo resta dilucidar el rumor de voces que gritan y pronto recuperar el millón de manos que aplauden.

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