El escote de la realidad

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Por Ernesto Espeche

Doctor en Comunicación Periodista Docente Investigador UNCuyo
Doctor en Comunicación Periodista Docente Investigador UNCuyo

Pedí un café mediano como cada mañana. El boliche, enclavado estratégicamente en una calle cortada, separa con precisión geométrica a un local de venta de productos electrónicos importados de un típico club de barrio.

“Lo de siempre”, me dijo Pablo con una mueca de complicidad luego de apoyar sobre mi mesa el jarrito. Me conoce bien: sabe que no es necesario que acerque los sobrecitos de azúcar a mi mesa y que, en cambio, espero gustoso sus cortos pero filosos comentarios al paso. Es de esos tipos que puede moverse sin problemas en ese terreno brumoso que se abre entre las sentencias definitivas y las preguntas abiertas.

“Esto termina como en 2001”. Me acomodé en la silla y lo miré para decirle no sé bien que cosa pero no me dio tiempo. El hombre, ya entrado en años, disparó su guión del día y se fue a tomar otro pedido. En la tele podían verse los vestigios de una movilización tomada desde planos cortos, una vieja maña para tornar confusa su real dimensión.

El “menú” que el mozo me tenía preparado y las imágenes en la pantalla dialogaban entre sí.  En esa síntesis se alojaron mis recuerdos sobre los tiempos del estallido; del piquete y las cacerolas; del corralito y los saqueos; de los muertos en las plazas y el helicóptero. Pero no era lo mismo; no puede serlo porque va contra las reglas de la filosofía de la historia. Podemos a veces sentir lo mismo, que ya pasamos por aquí, pero la realidad es, en última instancia, una mujer hermosa que no te deja ver más que la curva del escote. Insinúa pero no se muestra de frente como lo que es: la única verdad. Y sin embargo seguimos, obstinados, tratando de pispear un poco más.

En ese terco intento algo podemos ver, el resto es pura intuición. Pero la intuición tiene también sus reglas, no es puro invento. Se aleja del nihilismo relativista posmoderno; por eso se tutea con esa idea de “la imaginación al poder”. Aquella celebre consigna sesentosa no es una simple postulación idealista; es, más bien, una condición inevitable para armar una realidad. Y si la armamos es para intervenirla, conquistarla, revolcarnos con ella; nunca para disfrutar del placer individual de una contemplación vogeur.

Esto no termina como en 2001. Esta realidad, medio constatada y medio intuida, pone en alerta nuestra memoria política y afectiva (casi una redundancia: lo político es afectivo). “Esto ya lo vivimos”, nos descubrimos diciendo mientras diseñamos la resistencia. Pero no es exactamente lo mismo: son síntomas inequívocos de tiempos canallas que hoy vienen mal barajados.

Hoy hay/está/existe un fuerte liderazgo; de esos que no se fabrican con técnicas avanzadas de marketing político y que, por eso mismo, aguantan las peores embestidas de un régimen que, más temprano que tarde, terminará por implosionar.

La gran paradoja de esos liderazgos es que se los puede atacar, ignorar o alimentar y, en todos los casos, el resultado es el mismo: se fortalecen. Es cierto, la historia no está escrita, pero puede verse la grieta a través del escote de la realidad.

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