Eva Perón, mágica e inmortal

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Por Pao González Rebella

A los 16 años me encontraba en plena adolescencia y la vivía con intensidad, como generalmente ocurre en esa etapa de la vida. Cursaba el quinto año del secundario en un colegio católico apostólico romano ortodoxo, conocido popularmente por su falta de amplitud a la hora de considerar opiniones ajenas. 

Siempre tuve buenas notas salvo en matemática, materia a la cual me llevé literalmente todos los años menos en tercero, gracias a una decisión deliberada de abandonar mis principios para copiarme en todas las pruebas, y en sexto, también por el ímpetu de querer salir de esa institución lo antes posible.

En quinto año no sólo me la llevé a diciembre sino que arrastraba la del año anterior, lo que me obligaba a solicitar una mesa especial en julio como última oportunidad para no quedarme de año. En un contexto privado demasiado hostil esa posibilidad se me presentaba como casi una sentencia de muerte, sin contar que nadie conocía de mi apremiante situación salvo mi abuelo peronista.

Oral y escrito

Las mesas especiales en julio tenían la exigencia de contar con una instancia oral, además de la escrita, frente a un tribunal compuesto por tres docentes. Para quien le cuesta escribir cualquier tipo de cálculo matemático, la mera posibilidad de tener que hacerlo mentalmente frente a miradas escudriñadoras aterra. A mí no me quedaba otra. Para colmo de males, mi madrina y referente existencial se encontraba en el Tribunal lo que le daba un tinte tortuoso a la situación.

Frente a la posibilidad de hacer el ridículo y avergonzar a mi madrina, perder un año de colegio por una materia y tener que afrontar las consecuencias, relaté mi pánico a mi abuelo quien desde su peronismo más visceral me sugirió hacerle una promesa a Evita para poder rendir bien.

Su idea tenía un sentido: según sus palabras, Eva Perón había implementado las mesas especiales de julio después de que una chica se lo solicitara a través de una carta para así poder ingresar a la Escuela de Enfermería. Con su sugerencia, me regaló una pequeña foto con la Evita emblemática de rodete y trajecito, que guardaba desde 1952.

La promesa

Si bien Eva Perón era un personaje que me generaba interés y admiración jamás se me hubiese pasado por la cabeza semejante posibilidad, pero mi desesperación iba en aumento, por lo que decidí hacerle caso a mi “Nono”.

El compromiso implicaba casi un imposible: rendir bien pero sin tener que cumplir con la instancia oral ineludible y a cambio yo debería viajar ese mismo fin de semana por primera vez en mi vida a Buenos Aires (rendía un miércoles) para visitarla en el Cementerio de la Recoleta, con una flor como presente. Recuerdo el rezo frente a la  imagen sonriente de Evita, sin demasiada convicción.

Llegó el día. Éramos tres quienes rendíamos matemática de cuarto año mientras el resto de nuestros compañeros y compañeras seguían en clases. No recuerdo absolutamente nada del examen escrito, mis memorias recién se activan cuando mi madrina salió del curso con los permisos firmados, entregando uno por uno a mis compañeras, anticipando que en unos minutos deberían pasar a la próxima instancia.

Finalmente, me entregó mi permiso. “Tenés un 7, no hace falta que pases al oral”, fueron sus palabras que me liberaron de esa situación asfixiante. No caí en la cuenta de lo que había pasado, hasta que llegué a mi casa. Esperé que mi abuelo llegara del trabajo para contarle, me felicitó y me advirtió: “ahora le tenés que cumplir”.

Evita Perón en la Escuela de Enfermería. Foto: Clarín.
Evita junto a jóvenes de la Escuela de Enfermería

A la Recoleta

No tenía muchas opciones para organizar un desesperado viaje a Buenos Aires en dos días, con lo cual le consulté a mi abuela paterna, eterna viajera familiar, si en su mutual del docente no tenían algún tipo de excursión por Capital Federal.

Afortunadamente sí y ese mismo fin de semana partí por primera vez a la Capital Federal a cumplir mi promesa, acompañada de mi abuela y una amiga, que desconocían completamente las razones ocultas del paseo.

Tras acomodarnos, emprendimos viaje al Cementerio de Recoleta. Recuerdo cómo me impactó la infraestructura de semejante lugar, cómo lentamente me acerqué hacia el mapa de la entrada y observé el círculo que marcaba la tumba 52.

El camino era fácil: desde la entrada, línea recta un par de pasillos para luego virar hacia mi izquierda. “Vas a verla de entrada porque siempre hay gente dejando flores y recuerdos”, me dijo el guardia con una sonrisa.

Mi abuela y su amiga decidieron visitar primero otros mausoleos con la intención de luego encontrarse conmigo en el de la Familia Duarte. Comencé a caminar tranquilamente en línea recta por dónde me habían indicado, girando mi cabeza a la izquierda para detectar rápidamente a quienes como yo venían a rendirle tributo a la abanderada de los humildes.

Perdida

De repente, casi sin notarlo, empecé a llegar al final del camino cuando frente a mí se apareció un joven regordete de pelo corto y castaño con un peinado a lo “lengüetazo de vaca”, usando un mameluco marrón claro.

Pasó tranquilamente sonriendo pero cuando se encontraba a mi lado, tomó mi antebrazo derecho y simplemente me dijo: “Vos estás perdida”. Un poco extrañada por la situación, respondí “estoy buscando a Evita”, el extraño personaje me gira sobre mi eje y comienza a caminar en sentido contrario, sin soltar mi antebrazo.

A los pocos metros, surge la figura de mi abuela desde uno de los pasillos que se encontraban ahora a mi derecha y me señala una tumba cercana con efusividad. A medida que me acercaba, escuchaba cómo me decía “¡Acá está, mirá!”. Cuando llego a su encuentro, miro al chico del mameluco quien recién ahí, sonriendo, suelta mi brazo y sigue caminando. “Me perdí”, le dije a mi abuela, “pero el pibe ese me guió”. “¿Qué pibe? Si no estabas con nadie”, me contestó extrañada.

Promesa cumplida

Durante los primeros segundos no tomé demasiada consciencia del momento, atiné a acercarme al mausoleo, agradecer y cumplir mi parte del trato. Junto a mí, decenas de personas de distintas partes del mundo dejaban flores, estampitas y cartas. ¿Cuántos habrán experimentado alguna situación como la que yo vivía en ese momento? ¿Cuántas personas depositarán su esperanza y fe en esta joven actriz de Los Toldos que terminaría inmortalizada en la memoria del pueblo argentino, llegando a ser un ícono mundial?

Recordé la sonrisa del chico del mameluco marrón y las palabras de mi abuela lo que me generó un escozor que me obligó a ir al baño. El día era soleado aunque fresco como suele ser julio en Buenos Aires, una de las épocas predilectas por los turistas para visitarlo.

Caminé hacia el baño de mujeres que se encuentra junto a la puerta de entrada del cementerio, acompañada por mi abuela. La puerta estaba entornada y al abrirla se me aflojaron las piernas. El lugar estaba completamente a oscuras, absolutamente nadie en su interior y sobre la mesada apenas una vela blanca prendida, paradita por su propia cera derretida frente a la misma imagen de Eva Perón que me regalara mi abuelo, que ahora me devolvía la sonrisa apoyada levemente sobre el espejo.

La misma foto que aún hoy me acompaña en mi billetera y me hace sentir de alguna manera protegida por Santa Evita.

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